martes, 29 de marzo de 2011

Cada oreja con su pareja


Vincent tenía ocho años cuando reconoció a Vincent.

La Mami se lo enseñaba cada vez que se topaban con él -ya sea en los supermercados, en la tele, en las revistas, en la calle o en la portada del libro que iba leyendo la señora del lado en el metro-, y le decía "¡Mira, mira, ahí estás tú!" y luego se ponía a divagar entre historias demasiado complejas como para retener, que confundía con los cuentos que le contaban en las noches para que se durmiera, con las historias familiares que la Mamá también compartía con él muy a menudo y con las fantasías que había visto en la tele el día anterior su compañero de banco. Ya a sus veintinueve años, Vincent se preguntaba si se las relataba a él o simplemente le gustaba parafrasear encantada, llegando quizás a olvidarse de que su hijo, mirándola sonriente y sujetado de su mano, tenía menos años de los que ya había detallado estravagantemente durante las cuatro estaciones que separaban el jardín infantil en el que estudiaba y el trabajo la Mamá. Ahí es donde cada jueves ambos esperaban, contando palomas, a que ella terminara su jornada laboral y la de aquél y la de aquel otro y, si tenía suerte, para que no se aburriera la Mami le compraba un helado de invierno, incluso si estaban en primavera.

A la Mamá la veía menos durante la semana, ya que salía a trabajar mucho antes de que él si quiera despertase y, exceptuando los jueves, llegaba de vuelta al departamento mucho más tarde y mucho menos Mamá. A pesar de eso, también de ella escuchó un sin fin de veces el "¿Sabes cómo se llama él?" y las explicaciones correspondientes a la pregunta que, no sabe bien por qué, pero que hasta hoy las recuerda como una maraña de frustraciones de amor.

Gracias a ese especial vínculo con Vincent, tan aclamado por la Mamá y la Mami, es que Vincent era el único niño de su colegio al que le celebraban dos cumpleaños en el año: el veintiocho de agosto, que era el suyo, y el treinta de marzo, que era el de Vincent. La abuela Ligia, siempre que podía, trataba de convencer a la Mami, su hija, que tanta celebración podría llegar a transformar a Vincent en un niño consentido y sin sentido de la responsabilidad, de lo que esta última siempre se reía a carcajadas, pues no había, según ella, un hijo más prolijo y con los pies mejor puestos en el cemento que él, "es sólo una excusa para compartir más con la familia. No sea grave, mamá, sea esdrújula y vívalo, disfrútelo y pájaro" y volvía a soltar una carcajada más bien aguda.

De algún modo muy particular, todas las historias y eventos que Vincent conoció y vivió durante su infancia y adolescencia crearon una relación muy similar a la amistad imaginaria entre Vincent y aquél, hasta el punto en que cierto día, a sus once años, le dió por bautizarlo como su hermano imaginario. Conversaban, jugaban y llegaron a conocerse mucho mejor. Vincent le guardaba un cariño especial a Vincent, no era como los otros amigos que alguna vez había tenido en el colegio. Además de que no lo podía ver, claramente, se daba cuenta que no congeniaban para nada y que sus intereses eran totalmente distintos, sin embargo, por alguna extraña razón le gustaba su compañía y lo carcomía una curiosidad morbosa sin interés profundo el saber más detalles de su pasado. Eran tiempos agradables, recuerda Vincent, era una forma muy satisfactoria de vivir el tiempo muerto.

No mucho después de eso fue cuando la Mamá le reveló la historia del hermano Vincent, y creyó entender lo que había estado sintiendo e imaginando, o, mejor dicho, creó entender, gracias a las coincidencias de la muerte y a las voluntades de su vida.

Ayer, sentado en su oficina mirando la ciudad desde un decimotercer piso, sin poder ni querer concentrarse en el faumérrimo balance que tenía en la pantalla, se acordó de su amigo Vincent, de su hermano Vincent con el que solía conversar en los paraderos de micro y en las noches estralladas antes de dormirse. Le preguntó cómo estaba y no le respondió. Le preguntó por su hermano y no le respondió. Le preguntó por sus sueños y no le respondió. Así que siguió haciendo el balance y luego esperó a terminar su jornada laboral y la de aquél y la de aquel otro.

Antes de subirse al metro, eso sí, cuatro horas más tarde, llamó a la abuela Ligia para recordarle la comida familiar que tenían mañana en la casa.

3 comentarios:

Eärendil dijo...

¡Compita!!! ¡qué excelente cuento!! qué chistoso y enigmático, qué lúdico y profundo!! ¡queque!

Me gusta eso de las excusas para reunirse con la familia, yo también las invento...

Y pobrecito Vincent. Haciendo balances más encima...pero aún así, se veía feliz en el metro.

Un besito!

La abuela Ligia

Diego Fredes? dijo...

¡Y está basado en una historia real!

Eärendil dijo...

Este cuento resultó ser más increíblemente interesante de lo que creí. ¿Por qué ocurren este tipo de cosas? Tal reaccón en cadena o casualidad es digna de estudio...

Un beso para la creadora.