domingo, 14 de julio de 2013

La contradicción inocente

A Rocco siempre le habían enseñado que las contradicciones eran la evidencia de la mentira y que, por su parte, la mentira era un arma muy poderosa que había que saber utilizar contra un enemigo, pero jamás contra un aliado.


Aprendió, así, a respetar a la mentira y a temerle a la contradicción pues escuchó que más rápido se pilla a un mentiroso que a un cojo, y de cojos sabía porque estaba harto de sentirse culpable de quedarse mirando con rabia, pero sentado, cada vez que al cojito Alegría - vaya contradicción- lo humillaran todos los días los niños y niñas privilegiados que se jactaban de algo que no se habían ganado. Incluso ese gordo obeso quien, a pesar de su estado ballenoide, llegaba a los basureros antes en las carreras y celebraba apuntando, comiendo y engordando. Rocco los miraba con esa rabia con la que se le entrecerraban los ojos, al punto que nadie nunca se los había visto abiertos, al mismo tiempo que recreaba en su cabeza mil formas de enfrentarlos, mil respuestas a sus ofensivas y poco creativas burlas; se imaginaba fuerte, poderoso, con magia -algún día habría de ser mayor y entonces estudiaría para ser un torturador de niños-, pero a lo único que se atrevió fue a empezar a correr lento para llegar después del cojito y comerse las risas grotescas él solo, y lo logró. Por eso corre tan lento, por eso llega tan tarde a todos lados.

Respetaba a la mentira porque estaba al tanto de todo tipo de prodigios y desastres provocados por ella, en el nombre de ella, del padre, del hijo y del espíritu santo, precisamente. Llegando a conocer a su más miserable y admirable expresión: la cobardía y la literatura, respectivamente.

Le temía a la contradicción porque no querría nunca incurrir en aquella una vez iniciada su empresa, por el daño que le generaría que el enemigo lo descubriera, el retroceso y el fracaso; pero, mucho más, por la pérdida irreparable que significaría que lo hiciera el amigo.

Por ello, desde muy pequeño, Rocco vivía acostado por las deudas y acosado por las dudas. Preocupado, se quedaba sentado en el wáter por horas, rodeado de azulejos cercanos, leyendo las revistas del suelo, con las patas colgando. Veía contradicciones en todos lados y lo confundían porque aún en el baño, no veía tras ellas el daño.

Al cumplir sus veintiocho años, con el delantal blanco sobre un frágil gancho delgado en el fondo del clóset, queriendo salir, pero forzado a quedarse, sintió que le faltaba agregar los años vividos. Lejos de un joven maduro listo para pasar de etapa, veía en su reflejo a penas cuatro niños de segundo básico, corriendo bajo los paltos pequeños del patio de esa casa a la que no se debían meter; tirándole la cola al borrico pobre y mal alimentado que tenía la mala suerte de ser mudo y paciente; ahuyentando a la rapaz violenta que se comía los restos de los ratones que el perro abandonaba a su arbitrio por el pasto; revolcándose por el barro hasta que les quedara el cabello horrible; así, sin preocupaciones, sin consciencia de que hay tantas cosas más allá de ese patio y de ese grueso portón con sus tres cerrojos negros que para nada impedían la entrada de estos cuatro intrusos, tanto que atender había, tanto que aprender, tanto que querer, tanto, que no podía seguir dándose el lujo de ser, en parte, uno de ellos.

O peor, veía a un par de quinceañeros, uno o dos años menores, que no se hablaban el uno al otro, completamente ensimismados cada uno en lo suyo mientras se tomaban sendas micheladas calientes. El uno absorbido en la música. Se le encontraba sentado escuálido tras un contrabajo alto y prepotente. El otro, en la ciencia exacta y la estadística, buscando afanoso un cómputo puritano que tuviera la capacidad de sorprenderlo. Quizás acostumbrados a la soledad abundante producto de esta época de partos escasos y libertades tergiversadas que defienden el derecho a ser egoísta por sobre el deber a ser solidario.

Incluso veía más allá de ese reflejo a una veintena de guaguas regordetas y babosas, lloronas, quejonas, inocentes, comiéndose, cual ventilador, ese cereal imaginario con una cuchara que no se dobla; entretenidas por una proporcional cantidad de móviles adorables con sonidos somníferos muy efectivos a los que miraba con envidia, pero sin estar excento de remordimiento, pues si bien soñar es gratis, dormir no.

Pero lo que más le extrañó es que mucho antes de volver a verse tal y como era, se vió certeramente como un tercio de anciano de 80 años y algo más, lleno de polvo y algo más bajo, pero con la misma mirada desalentadora de vista entrecerrada que aprendió a simular a causa del cojito Alegría. Lo tranquilizó que, a pesar de los resabios ignorantes que ineludiblemente se le asomaban de los bolsillos y muy a pesar de los caminos desabridos que acusaban el par de zapatillas adidas que aún utilizaba, se le notaba una templanza elaborada, acompañada de una cordura blanda, pero establecida.

En un abrir y cerrar de ojos dejó atrás esas tonterías. Miró de reojo el delantal por cual que tantas amarguras había traído consigo; censuró el copetito espontáneo corriéndose el pelo hacia un lado como solía hacer; se puso los lentes; saludó a los dos nuevos pelos que ese día se sumaban a su barba; y lo inundó un recuerdo loco, de ese tiempo breve y bravo en que quiso confiar y querer y entregar y proyectar, pero que no pudo; ese tiempo que le dio una tautología que entonces no quería entender, que le mostraba la mentira que él no quería ver, que era de las peores, pues para el propio Rocco estaba vestida de verdad. Hasta que la pudo ver y reconoció lo cierto, que es lo que ya sabía: que ya no estaba a su lado, sino a su lejos.

Cerró la puerta del clóset, bajó la escalera y se fue a la estación. Seguro que llegaría tarde.

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