ME SUBÍ de mal humor al vagón que me tocó y me ganó la ofuscación. Poco sentido tiene esa actitud, pero a veces la idiotez no es opción.
-¿Y va muy cansado el caballero que no se levanta a darle el asiento a una mujer con una niña en brazos?
Así me salvó la vieja iracunda. Se robó mi atención y la de varios pasajeros que, como yo, no tenían nada mejor que hacer que dejar de reclamar invisiblemente contra hechos que sabíamos de antemano que íbamos a tener que soportar, pero ante los cuales la testaruda soberbia siempre ha podido más que la sabia resignación.
Era una señora mayor, cargada de bolsas con las que no podía colaborar su hija, ocupada en atender a la suya que dormía en brazos hasta que su abuela la despertó del sueño y de la sumisión.
De mala manera y con sorpresiva agresividad, responde el único hombre sentado, el evidente interpelado:
-Estoy cansado, porque vengo saliendo de más de ocho horas de trabajo-.
-¡Ah! De veras que yo vengo de vacaciones- ataca la vieja, con justa indignación e hiriente sarcasmo, que solo con la verdad de su parte podría conjurar.
-Entonces pa qué alega, vieja culiá-. En este punto, ni los más ensimismados, ni los más respetuosos, ni los más ocupados pudieron evitar abandonar audífonos, libros y celulares para hacerse parte del circuito espontáneo de teatro callejero que nos cacheteaba su programación.
-¿No ve que esa niña podría ser su hija? ¿No ve que esa mujer podría ser su señora?-.
-¡No tengo señora!
-¡Con razón!
Todo el metro se rió. Vaya uno a saber si simplemente por la inesperada respuesta de la vieja o con la manifiesta intención de humillar al hombre aquél, el ser más odiado del vagón. Sin embargo, quebrada la tensión del comienzo hubo un tercero que aprovechó la situación para desahogar su rabia contenida que nada tenía que ver con la vieja, ni con el interpelado, ni con el metro:
-Parece que no es na hombrecito. A ver si lo arreglamos a combos pa que aprenda el cobarde.
-Que se quede sentado no más - siguió la vieja - si el no se preocupa por nadie, que nadie se preocupe por él.
Acosado, atacado, acorralado, el interpelado se levanta irracional en un amague difuso demasiado parecido al de querer pegarle a la vieja. Simultáneamente, una agitación a base de más gritos que hechos nos dejó inmóviles. El provocador transmitía en su propio dial, la vieja no echaba ni un pié atrás y volaban las amenazas que se acababan antes de empezar. Hasta que Ella entró a la escena.
Su herramienta fue la incertidumbre y una sublime altura de miras. A pesar de eso, el juicio de las miradas le hacían arder la piel. No hubo más agresiones del hombre interpelado porque Ella las impidió. No hubo más provocaciones gratuitas porque Ella las anuló. No hubo más odio irreflexivo porque Ella lo disolvió. No hubo espacio para cobardías porque Ella lo eliminó. Y no hubo más dudas hipócritas porque Ella las despejó.
Se bajaba ya el telón del cuadro cuando la vieja, aunque más cauta que antes, igual se impacientó:
-¿Cómo puedes defender a ese hombre que no es capaz ni de conseguirse una esposa?
-No se meta usted, señora, que la esposa de éste soy yo.
Cultura Sofista
domingo, 2 de agosto de 2015
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