martes, 8 de julio de 2014

Homenaje al poeta

Compañeros poetas,

En los tiempos de siempre y todavía, cada cual da de lo que tiene, unos dan necesidad y otros regalan las palabras, veremos qué dura más.

No se crean que es majadería, pero mi historia es difícil. Hace rato que vengo lidiando con gente que se atreve a decirme que debo arrepentirme, que me vienen a convidar a tanta mierda. Son espuelas para la razón.

No he estado enumerando las manchas en el sol, aunque así no tuviese amigos ni citas, porque sé que en una sola mancha cabe el mundo y el tonto que no lo sabe es el que zancos se arresta.

Que se queden sentados los intelectuales. Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar. ¿A dónde van a parar las palabras que no se quedaron?Sépase qué se hace con ese destino.

El problema no es de una moda mundial ni de que haya tan mala memoria. Yo quiero hacer un congreso del unido. Hay un primero de enero que funda a sus compañeros. Te convido a creerme cuando digo futuro, aunque no esté de moda en estos días. Cada vez son más enanos los tal vez.

Se admiten tarados, enfermos, gordos sin amor, tullidos, enanos, vampiros, proscritos, rabiosos, pueblos sin hogar, deudores del banco mundial y días sin sol.

¿Creen que lo digo todo? Algunos ojos miran con mal brillo.

Quedamos los que puedan sonreír. Y reir, y reir, y reir. El que quiera puede irse a llorar y al que quiera puede darle igual, que no es lo mismo, pero es igual.

Y digo que el que se presta para peón del veneno, es doble tonto y no quiero ser bailarín de su fiesta.

Disculpen las molestias ya me llevo mi boca.

Buenas noches, amigos y enemigos.

Continuará...

lunes, 30 de junio de 2014

Crónica de una muerte abrumada















-¿Me dice su nombre, por favor?- le dice la señorita y lo mira con cara de respuesta.
-Eufemio Ponce- responde.
-¿Razón social?- como si nada hubiera pasado.
-Eufemio Ponce EIRL- dijo, mientras pensaba que esa debía ser la primera vez en su vida en que alguien no hacía al menos un gesto de extrañeza por su nombre.
-¿Y a qué viene, Don Eugenio?- y comprendió por qué.

Eufemio Ponce llevaba cuatro años desempleado y esa era sólo una esquina de una rotonda llena de desgracias. Podría culpar al destino, la vía fácil; a algún dios, pues les debía tanto; a algún partido, que siempre todos coincidían en que tenían la culpa de todo; a algún condimento, o algo así había visto en la tele; a algún mes, que de seguro sería agosto; a sí mismo, porque podría dárselas de sabio; pero él culpaba a esa canción, a esa melancólica, inspiradora y devastadora canción.

Era el segundo domingo de octubre, no iba a olvidar la fecha porque era su cumpleaños y había pedido el día en el trabajo para organizar todos los preparativos de una pequeña once que tenía planificada sólo con los suyos. Ya había aspirado y sacudido el living, recogido las hojas del antejardín, limpiado la cocina, ordenado la pieza, y regado todas las plantas de Cassandra, su señora, y se disponía a ponerle fuego al sartén, luego de haber comprado en el super todo lo que faltaba para lo que pensaba cocinar y de haber bañado al Tito, al que había que dejar encerrado en el baño al menos una hora para que no se fuese a revolcar al patio y quedar más cochino que antes.

No había tenido un buen año, por eso ansiaba este día en que iba a anunciarle a sus cercanos la única buena noticia que, después del terremoto, el triunfo de la derecha y la temprana eliminación de Chile, lo hacía sonreír. Porque después de 15 años por fin lo iban a ascender, y no sólo eso, sino que lo iban a trasladar a México, con casa, señora y perro incluido.

Sirvió el picadillo en distintos platillos, sacó las copas del cuarto del fondo, picó la cebolla y los choricillos en rodajas, dejó calentando el aceite para freír las papas y fue a prender la radio para acompañar su viejo compañero, el buen humor que lo despertó en la mañana. Y eso es lo último que recuerda haber decidido hacer.

Eufemio miraba fijamente el documento que indicaba el rechazo al enésimo préstamo que solicitaba para tratar de subsistir con su miserable almacén, pero su vista estaba en otro lado. Sentado en el paradero, con un chicle pegado en el poto, con los codos en las rodillas, los pies en 2014 y el entrecejo en el 2010, se acordaba de todo.

Se acordaba de haber prendido la radio y se acordaba de haberse acordado de todos los sueños compartidos con su esposa que los cojines del tiempo tenían ahogados bajo la presión del culo de la irrelevancia y la responsabilidad. Corrió al teléfono. Esa inspiración envalentonada tenía que compartirla con ella, pero en su oficina no respondía nadie. Raro. Él nunca llamaba, pero aún así sabía que a esa hora ella siempre estaba en la oficina.

¡¿Le puede dar el asiento a la señora?! Le espetó una vieja sin ninguna intención de amabilidad. En su despiste no había notado que el paradero se había llenado de gente, y, entre ellos, una joven con un niño en brazos que quizás tenía un año, o dos. Cómo iba a saber él, si nunca tuvo hijos.

Evidentemente se paró y como no era el imbécil que la vieja de al lado había decidido que él era, puso el certificado de la desgracia sobre lo que quedaba de chicle para que la madre no sufriera el mismo infortunio. Ella le sonrió. La guagua, sin embargo, sólo tenía ojos para el patito que él sostenía en la mano, que había sido el último gesto de misericordia que la señorita del banco tuvo cuando le devolvía sus documentos y notó que era su cumpleaños. "Algo es algo", le había dicho y se rió, con esas risas sin razón, sin contenido, de protocolo y de culpa.

Cuán poca autenticidad quedaba en la gente, se lamentaba Eufemio, iracundo y decepcionado, casi todos los días. Estaban todos tan acostumbrados a llamarle por otro nombre a todo lo malo, lo indeseado, lo oscuro, para no tener que aceptar que esas cosas existían, que eran parte de ellos y que incluso les gustaba que estuviesen ahí, pues las necesitaban.

Sonó el celular de alguien a su alrededor, pero la que dijo aló fue la Anita, la compañera de trabajo de Cassandra. "Ella salió, mejor llámela al celular". Y así lo hizo. Tampoco solía llamarla al celular. "No sabes lo que tengo que contarte, Cassi". Se escuchaba muy nerviosa, no hilaba más de una idea en una oración, se equivocaba con los nombres de las cosas y en el momento de decir las interjecciones de la buena educación. Escuchó la voz de otra persona, de un hombre. No había necesidad, pero no alcanzó a preguntar, así como no alcanzó a asimilar lo que acababa de descubrir. Había salido al antejardín porque era le lugar en que mejor señal tenía, y creía haber escuchado todos los detalles de un horrible accidente.

Atónito e idiotizado, reaccionó a salir corriendo a la calle, como si pudiese llegar a pie al auxilio de su hoy fallecida esposa, como si supiera dónde estaba, como su hubiese habido algo que hacer. Corrió ocho cuadras, llegó a una esquina y buscó en su agenda telefónica. Algo tenía que hacer. Sudaba. Siguió corriendo en cualquier dirección. Fue un día en el laboratorio de la absoluta desesperación. Hizo tantos llamados como inconexos eran, dejando alarmados a la mitad de sus contactos. Nunca se preocupó de calcular a cuántas cuadras fue que se acordó del aceite hirviendo, pero fue en ese mismo punto en que lo encontraron desvanecido de pánico y lo llevaron al hospital.

Cuando despertó ya lo había perdido todo, incluso el juicio. Lo que no mató el accidente automovilístico, lo mató el incendio. Nunca terminó de sobreponerse a la muerte de Cassi, pero lo que nunca se perdonó fue la muerte de Tito. Él no tenía ninguna culpa.

En esas circunstancias fue que se enteró de que su esposa lo engañaba desde hace unos meses con un comercial rancio sin sentido de la lealtad, sin sentido de la integridad, sin sentido alguno de la empatía. De esos seres que cree que existe el derecho a ser un concha de su madre; de esos que cree que cada uno se hace cargo de su propia felicidad, por lo tanto jamás son responsables del pesar ajeno; de esos liberales que creen que la libertad es para hacer todo lo que les acomode en el momento, sin consideración de lo que eso pueda afectar a otros. Y no le llaman traición, le llaman libertad. Al igual que ella. Así odiaba cuando creía que había motivos para ello. Pero se equivocó al pensar que las tragedias y la pérdida total de sus bienes -casa y auto- era todo lo que le pasaba.

El sujeto despreciable, aquél con quien Cassi murió en el accidente, no era cualquier sujeto. Era el cónyuge de su jefa, la Sra. Patricia, quien, lejos de solidarizar con su causa, buscó desahogo en vengarse de Eufemio, despidiéndolo astutamente sin derecho a indemnización, sentenciándolo a los cuatro paupérrimos años venideros.

Por si fuera poco, su único y mejor amigo, colega de la constructora en la que trabajaba, fue ascendido en su lugar y trasladado a México por los próximos diez años, quien al no tener opción ante ese escenario, dejo al pobre Eufemio Ponce completamente solo y al alero de su fatídica suerte. Desde entonces la constructora, su antiguo lugar de trabajo, pasó a ser la cruel, sádica e indolente destructora.

Cuando culpaba a la canción, también lo hacía porque nunca se decidió a consolidar una imagen negativa en torno a su esposa. Evitaba pensar en ello, pero de vez en cuando algunas ideas surgían y se acomodaban en su mente. Por más que se hacía la autocrítica la conclusión ante el origen del engaño era siempre la misma: el culto a lo nuevo, disfraz de lo banal. Pues siempre pensó que esta no era la era de las tecnologías, sino la era de los eufemismos y paradójicamente a él le tocaba la peor parte. En este sentido lo nuevo era tan comúnmente asociado con lo bueno, pero no era más que un disfraz de lo fácil, de lo cómodo, de lo superficial. Lo que se gana en comodidad se pierde en aprendizaje, se pierde en experiencia, se pierden en valor, al fin y al cabo.

Asimismo, pensaba, están los que disfrazan de chistoso cualquier cosa a la que no le quieran decir por su nombre, lo bueno, malo, lo feo, lo tonto, lo idiota, lo hueco, lo innecesario, lo cruel, lo vil, lo charcha, lo todo lo que no vale la pena, y, ay, qué abuso del lenguaje y qué falta de respeto al humor. Tamaño agravio debería ser delito, pero qué pena se les puede dar si están ya todos presos por la monotonía, la vacuidad y la estupidez.

Tenía cuidado, sin embargo, en transmitir estas ideas rebeldes que se le escapaban a su definición de no pensar. No quería caer en los disfraces que él mismo recriminaba con tanto ahínco y sabía que cuando se hablaba de claridades, en realidad se aludía a las ideas que uno comparte, por eso sólo se atrevió a definir que sus claridades se limitaban a la opinión que tenía de sí mismo. Al resto, le llamaba ideas.

Habían pasado más de una docena de micros y no se animaba a tomar ninguna. Había vuelto a su posición inicial, sentado en la banca del paradero, esta vez con el patito de peluche entre las manos. Mientras miraba la calle, interrumpido por los autos que pasaban sobre ella, recordaba que no sabía cómo había llegar a soportar esos cuatro años, mucho menos para qué, pero hacía tiempo que le había dejado de interesar cómo responder esas preguntas metiches y odiosas que no tenían nada mejor que hacer. El paradero se había vaciado y su cabeza también.

"Quién se atreve a decirme que debo arrepentirme", pensó y a lo Anna Karenina se dejó caer ante las ruedas implacables e indiferentes de la doscientos diez.

Horas después, tras el escándalo de los hipócritas, el barullo de los ensimismados, el enojo de los pragmáticos, el silencio de los inocentes, el morbo de los aburridos, la sangre, el taco y la burocracia; en plena vicuña, arrollado, aplastado, cochino, solemne e invisible a los ojos, quedó abandonado el patito: libre, claro, nuevo y, por supuesto, chistoso.

Continuará...

martes, 10 de junio de 2014

Límites acotados

SI ESTABA ahí, frente a la bifurcación con nula idea de hacia dónde ir, era porque toda la vida le había puesto infinita más atención a las preguntas que a las respuestas.

De no haberlo hecho, sabría lo que le esperaría hacia la derecha. Sabría de aquella casa con un balcón lleno de amigable desorden, que habla de dos, que habla de proyecto a medias, de concilio y paciencia. Sobre el desorden, cenizas, y sobre las cenizas, pelos y sobre los pelos, más pelos, de gato, de perro y cómo no, de humano. Y tras el balcón, una cama amplia, deshecha, vacía, pero no sola. A un costado de la cama, una mesa con tres niveles, con libros, con un vaso, con basura, con cuadernos, con lápices, con revistas, con cajas, controles. Al otro lado de la cama, una mesita con una radio, unos discos, un cenicero y un plato. Son cuatro paredes, como esas vilipendiadas cuatro paredes de la política, y como tales, son cuatro paredes que albergan planes, complots y peleas; pero también dientes, párpados, sol y arcoiris. Es un ventanal con su balcón, dos puertas y un cuadro de dos por tres, un cuadro fugaz, quizás, un cuadro mitad surreal mitad impresionista, un cuadro orador, al fin y al cabo. Una puerta con sus lozas y la otra con su escalera. Por último, una cómoda incómoda, una cómoda cómoda, una silla silla, una alfombra alfombra, una lámpara lámpara y un escondite. Bajo la escalera, complementos, rellenos, necesidades, trabajo, comodidades, caprichos, lujos y un jardín. Y en el jardín, un árbol. Y en el árbol, raíces. Y en las raíces, tú.

De no haberlo hecho, sabría incluso lo que le deparaba la izquierda. Sabría, en este caso, de un departamento, preciso, amoblado, coherente, amigo y propio. Sabría de esas cuatro habitaciones, cada una con su nombre, cada una y su color, cada una y su olor, cada una y su lor. La primera, verde, cama, notas, vista, teclas, sábanas, palabras y sudor. La segunda, blanco, eso, lomo, canto, polvo, ellos, ustedes, fuego, jugo y son. La tercera, miente. Y la cuarta, azul, todo, esquinas, mares, esto, cerros, puertas, branqueos, sonrisa, ceño y tú.

Miró un camino, después el otro. Sacó el celular del bolsillo, lo hizo girar con sus dedos, pidiéndole permiso para no usarlo; lo guardó. Sacó una moneda, la volvió a guardar. Se mordió los dedos, se tocó el pelo, puso el mentón en su esternón, se olió las palmas, se abrazó y se encuclilló. Acto seguido, se levantó, se dio la vuelta, te miró, se empinó, te abrazó, se despidió y se fue a escuchar respuestas.

Continuará...

lunes, 7 de abril de 2014

U.L.

LOS CLICHÉS son casi tan sabios como burlescos. Subvalorados por los intelectualoides, sobrevalorados por los superficiales y valorados por los que viven usando los ojos para lo que son, para ver, para aprender, y no pierden el tiempo usándolos para lo que no son, para enamorarse, para odiar, para llorar.


Aún con todo eso, los clichés no son suficientes ni en un ocho coma cero tres por ciento para describir aquello.

Aquello que es tan pesado como algo podría serlo y en todos los sentidos en que algo puede serlo. Que agota, que roba, que destruye, que altera, que enrabia, que corre, que domina, que envalentona, que pervierte, que espanta, que cansa.
Muele.

Aquello inmortal, imperecedero, eterno transeúnte inadecuado, nunca bienvenido, vecino indeseado, que luego de despistarle y perderlo de vista, encuentra un camino de vuelta. Que persigue, que insiste, que acosa, que insiste, que perturba, que insiste, que insiste, que insiste. Y no pocas veces.
Suele.

Aquello, que luego del tiempo -sí, ese mismo tiempo de los clichés-, se ve pequeño, nebuloso, pixelado, pero se ve. Pica, rasguña, enfría, convoca y engaña. Un inicuo disfrazado de inocuo (otro cliché), un futuro negro disfrazado de pasado gris, un tormento disfrazado de libertad. Astuto. Tan astuto como uno mismo. Y en su futilidad, habría que agitarle la mano para que se desvanezca.
Vuele.

Aquello, que hecho letra, aún te mira desde el grafito. Ahí, desglosado, descrito, deshecho, destrabado, descompuesto, destapado, descubierto, desesperado y deshonrado, aún observa, habla, sonríe, confabula, incide, existe.
Huele.

Aquello. No aquello otro, sino aquello que te hace otro en función de ese otro, que es otro porque ahora eres otro. Aquello que quizás no existiría si no fuese tan puntual, tan preciso, tan propio. Enseña, acompaña, completa.
Duele.

Continuará...