viernes, 4 de mayo de 2012

Platón comienza en Plutón


A TRAVÉS de la observación intentaba dilucidar exactamente dónde se encontraba. Se sentía como el décimo tercer guerrero, pero con mucho menos habilidad para los idiomas y una compleja sensación de que las costumbres que capturaba le estaban tomando el pelo, y eso que era calvo.

Desde muy joven se consideraba un aventurero introspectivo, pues no visitaba nuevos lugares, ni nuevos caminos, ni nuevas emociones, sino que nuevas formas de ser y creía haber tenido buenos frutos con su trabajo, al punto que hasta él mismo estaba interesado por conocerse, mas este entorno lo descolocaba, lo hacía sentir como el jovencito con el detalle más obvio y burdo que busca la diferenciación, como el sujeto más evidente e irreflexivo, como el que atiende más a la tienda que a la contienda.

Tanto tiempo valorando la creatividad, la originalidad y la autenticidad y en esa banca, sentado en la punta pues estaba llena de mierda, se encontró conformista, predecible e hipócrita y se perdió banal, cobarde y egoísta, sendas cualidades contra sendas virtudes, sendas difusas, sendas frustradas, indiscutiblemente.

Sacó con temor un libro de su bolso, alejándolo del abrigo de sus siete compañeros de viaje: una bufanda, una baraja española, una moneda de 5 miserables rupias, una caja de tres preservativos, una cuchara, una réplica diminuta de un barco vikingo de guerra y una galleta de avena. El temor se debía a lo insospechada que era la reacción de los transeúntes, los plutónicos, como le llamaba luego de tres meses de observación, pues no concebía sus formas en un ser humano de oriente, ni de occidente, ni marciano ni venusiano; tenían que pertenecer a una localidad de masa extraña a la que hoy ni siquiera hubiera consenso que se llame planeta.

I
Tiempo: Relajados y Psicopáticos


Si hubiese tenido que describirlos en pocas palabras, los llamaría peligrosamente relajados para lo trascendente e incluso vital y psicopáticamente rígidos para las cosas más extrañas, efímeras e irrelevantes.

Para comenzar, a pesar de ser un espacio absolutamente normal a la vista, no existía en aquella ciudad sentido alguno de la hora o de los plazos, ni si quiera en las plazas. Casi no había relojes y los que había cumplían un rol meramente decorativo, cual antigüedad melancólica que quería ser alabada. Nadie atendía a la hora marcada en sus teléfonos celulares, ni mucho menos al que se encontraba sobre el grueso pilar añoso ubicado en el centro de la Plaza en la que él se encontraba, meditabundo. Nadie respondía a horarios fijos de trabajo, ni plazos fijos para nada, se regían por la absoluta voluntad y parecer del momento, cual si fuese la ciudad del carpe diem, pero lo más extraño de todo eso es que a nadie parecía preocuparle las consecuencia de este aleatorio sistema de coordinación civil. Al punto, que en los bancos nunca había fila, pues si alguien llegaba con la intención de pagar y no de esperar y ya alguien estaba en trámite, simplemente decidía partir hacia otro lugar, a realizar otra actividad. Sin embargo, todo el mundo cumplía con sus obligaciones, iban al trabajo, pagaban sus cuentas, en definitiva, era una ciudad que, extrañamente y a su parecer, funcionaba.

En la misma línea anterior, dada la ausencia de hora, no existía el concepto de desayuno, almuerzo, once o cena, comían cuando les daba hambre, lo que les pareciera comer en el momento o lo que pudieran acceder, dependiendo el lugar donde se encontraban.

Había dos momentos del día que sí eran respetados, atendidos con concienzudo rigor: el amanecer y el ocaso. No había persona alguna en 50 km. a la redonda que continuara durmiendo luego de que el sol se asomara, mas no lo hacían ni un minuto, ni un sólo minuto después; y, de similar manera, no había compañero alguno que transitara por las calles luego que el sol se ocultase tras la montaña del poniente.

El peligro surgío, presionando violentamente su escrúpulo, cuando notó que esa omisión de los horarios y plazos, anulaba el concepto de emergencia, por lo que en una ocasión en que una mujer llegó gravemente herida a la instalación de salud más cercana y no encontró a nadie, terminó falleciendo, hecho que al día siguiente los ciudadanos lo consideraron lamentable, pero, impresionantemente, su alboroto no era mayor al de un público que recibe un mal resultado de un partido de fútbol.

De alguna manera, pensaba, la ciudad entera funcionaba al ritmo de un estudiante univeritario occidental, bajo el concepto de la autodisciplina.

Pero lo psicopático superó los límites de la imaginación de nuestro aludido. Había tradiciones intransgredibles y ritos curiosísimos que aún no decidía si lo espantaban o encantaban - el gusto es mío, el susto es mío-, pero definitivamente llamaban su completa atención.

Ocurría lo siguiente en cada cruce de calles principales, dispuestos a cruzar los peatones se aglomeraban en cada costado de la avenida, como si pertenecieran a este planeta, sin embargo, no sólo había un extraño nivel de comuncación entre los caminantes, sino que además se intercambian miradas de odio rabioso desde un costado hacia el otro; y todo, pues esto es el prefacio de una de las actividades más competitivas que pudiera verse por el sector. En el momento en que el semáforo incidaba luz verde, increíblemente cordinados, respondiendo a estrategias y a trabajo en equipo, con un sentido de pertenencia no observable en las organizaciónes más fanáticas de nuestros lares, los bandos se avalanzaban al lado contrario, apostando a ser, como bloque, los primeros en llegar al otro extremo. Era una real carrera olímipica, y sus consecuencias, tajantes. Los vencedores celebraban eufóricamente y los perdedores se ofuscaban brutalmente. Por breves cinco minutos, el cruce era un auténtico estadio de fútbol en una final de campeonato mundial. Mas por sólo breves y volátiles cinco minutos, pues inmediatamente luego de las expresiones de desazón y algarabía, los participantes retomaban sus rumbos, sus objetivos y su calma imperturbable.

De las peores experiencias que tuvo que vivir, pero de las que más aprendió fue cuando al llevar un paquete de caramelos verdes que acababa de comprar, tropezó con un relieve en el suelo irregular y dejó caer la mitad del contenido de su paquete. Lo que al principio creía que lamentaba era la pérdida de tan preciado comestible -qué caramelos aquellos-, pero en cosa de minutos nota que se avalanzaban sobre él al menos cuatro personas que merodeaban por ahí, quienes comenzaron a agredirlo, no violenta, pero humillantemente. Le tiraron las orejas, intetaron atravesar sus costillas con los índices, y le hicieron sustantivas zancadillas que finalmente lo dejaron en el suelo, sólo, incómodo y adolorido. Dos días más tarde, al observar a un anciano que derramó leche al tratar de esquivar a un perro que a su vez perseguía a un ciclista que quién sabe bien a dónde se dirigía, y la consecuente golpiza de escolar que le propinaron una joven y un hombre mayor que caminaban cerca de él, entendió que había un sentido punitivo intrínseco en los plutónicos ligado al desperdicio de la comida, específicamente, a la que se caía al suelo. No volvió a comer en lugares públicos en el resto de su estadía.

II
Espacio: Invasivos y Amargos


Una de las cosas que primero notó al bajarse del bus que lo dejó en el hábitat plutónico, es que las calles y espacios públicos estaban siempre repletos. No llenos, repletos, pero vivos. Vivos, pues había una constante -insistente, intolerable, pensaba después- comunicación desde todos hacia todos los habitantes.

Y es que no existía el sentido de la privacidad en los espacios públicos. No concebían la realización de actividades que sólo contaran con una persona en este tipo de lugares. Cual si pensaran, si estás en un lugar público, tu actividad es pública. De esta manera se encontró con que cada vez que abría su libro para leer, alguien se ponía a comentar la temática, o la lectura, o el clima, cualquier cosa con tal de interactuar con él. Siempre asumían los plutónicos que podían disponer del tiempo y atención del que estaba cerca, del mismo modo en que cada uno estaba dispuesto a dar el tiempo y atención si eran aludidos. Y aludidos decía, pues no se trataba de un favor, era un hecho. Un hombre necesitaba un lápiz para anotar, veía al de al lado con un lápiz en su bolsillo y tras un "¡Un lápiz!" el primero lo usaba y luego lo devolvía. Pasaba el momento y nada extraño había pasado para los plutónicos.

Humor plutónico, le comenzó a llamar.

El humor se agrió un tanto, cuando descubrió el entendido nulo de espacio personal que tenían en el sector. Ya le había llamado la atención el escaso número de asientos que había en todos lados en relación a la enorme circulación de personas -pocas bancas en las plazas, pocas sillas y sillones en las casas y hoteles, pocas butacas en el cine-, pero esa sorpresa se hizo humo cuando descubrió el método a través del cual estos seres suplían su necesidad de sentarse. Resultaba cotidiano que más de una persona utilizara el mismo asiento que otro. Y no horizontalmente, sino uno sobre otro. Y no entre amigos o familiares, sino entre absolutos desconocidos. Y no sólo en emergencias, sino en las reuniones, transporte público, bancas y ¡el cine!.

Sin embargo, si creía que por ello su límite de pudor por el contacto físico había sido traspasado, es porque nuevamente su estrecha imaginación lo traicionó. Fue la primera vez que saludo formalmente a alguien, cuando aterrorizado descubrió que el rito no era un apretón de manos, no era un beso en la mejilla, no eran dos besos en cada mejilla, era un escupitajo en el cuello. Jamás se atrevió a preguntar por qué.

Contradictoriamente, a la hora de despedirse, mientras nuestro hombre esperaba reticente un segundo escupitajo, quedó atónito cuando en medio de un "...hace pocos días. No tenía por destino este pueblo pero quizás el destino quería enseñarme algo al traerme por...", su interlocutor da media vuelta y se aleja sin regresar jamás. Aprendió luego que el concepto de carpe diem propio el humor plutónico impedía que éstos formaran lazos demasiado estrechos en sus contundentes interacciones con el resto de sus compatriotas. Se acercaban muy pronto a conversar, pero se marchaban aún más rápidamente.

En definitiva, tenían un escaso sentido de la privacidad o incomodidad del prójimo. Se pedorreaban en cualquier lugar, conversaban sobre todo en cualquier lugar, hablaban en el cine, se sentaban a tú lado al comer, con quien fuese, como fuese y cuando fuese.

III

Y entre tanto desconcierto, ya sentado en el bus que lo llevaría de regreso a Santiago (Chile, América, Tierra), recordaba ese día que rima, ese día de pocos amigos, en que, luego de dormir 14 horas se levantó en un enorme apuro y partió hacia una fiesta de cumpleaños. Se vistió y aseó en dos tiempos tomó el bolso más pequeño que encontró, ese que hace años usaba a diario, pero que hoy desconocía luego del reemplazo protocolar que le exigió su trabajo, y salió de su departamento.

Tarde, sin regalo y con el estómago vacío, la urgencia se transformó en sudor. Aún tenía que tomar el bus, comer alguna cosa -a sabiendas que en los asados poco había que comsumir para un vegetariano- y comprar el presente, y quizás de paso, vender el pasado y arrendar el futuro.

Como la prioridad doblegó a la planificación, decidió dirigirse directamente al Terminal de Buses y aprovechar las tiendas del camino para su cometido. Hizo uso de un antiquísimo teléfono público -en el apuro olvidó su celular-, e intentó llamar al destinatario. No es poco común que esos aparatos prácticamente en desuso se rehusen a funcionar, pero no por ello fue menos indignante. Golpe tras golpe se liberaron los improperios que no habrían de afectar a esa máquina de fierro, pero que al menos colaboraron en la resolución del misterio de por qué no llamaba. En respuesta a la violencia, el teléfono eructó la causa de la tranca: una moneda extrajera, achatada y completamente inservible. Apaciguada su ira, guardó la rareza en el bolso y afirmó el paso para disminuir la tardanza que desde ahora sólo crecía.

A media cuadra del teléfono la Farmacia se hizo notar. Nada bueno podría conseguir para el cumpleañero de ese lugar, aún así lo intentó. Salió con menos dinero y un regalo chistoso que podría tener malas interpretaciones. El humor era un buen regalo, pero no le satisfacía.

En la siguiente cuadra, el Almacén y Abarrotes LUNA, generó exitación. Siempre esos lugares pequeños tenían una variedad inimaginable de artículos ideales para regalo. Salió con aún menor dinero y un presente entretenido, útil e indispensable para cada hogar. Lo lúdico era un buen regalo, pero no le satisfacía.

A pasos del Terminal, una heladería manifestó su relevancia. Debía comer. Ordenó una copa de helado con la intención de llenarse y no disfrutar. Las brazas de la ira de la injusticia del teléfono se agitaron al recibir el diminuto helado por un precio más que elevado. La venganza fue sencilla, terminó rápidamente el contenido y se guardó la cuchara. La miserable galleta que acompañaba la copa tendría su utilidad más tarde en la convivencia carnívora.

Saliendo del local, el entusiasmo veló la cordura, una librería era la solución. Qué mejor que el mejor libro de todos para cumplir con el cometido. Ahí estaba, lo compró y se retiró en búsqueda de un material propicio para envolver el presente predilecto.

La respuesta no se hizo esperar. A dos locales una boutique le ofreció una tela delicada,no muy costosa, capaz de cumplir con la misión envolvente.

Culminó de este modo la travesía. Exausto subió al bus. Envolvió los Cien años, que tanto le recordaba el humor plutónico, pero tan agradable fue leerlo como espeluznante vivirlo. Terminó los arreglos y antes de rendirse al sueño, guardó en el bolso el presente junto a sus siete compañeros: la moneda, la caja, la baraja, la cuchara, la galleta, la bufanda y el barco... que siempre estuvo en ese bolso, esperando compartir una experiencia como aquella para ser uno de los imprescindibles amigos en esos precisos 100 días de soledad.

2 comentarios:

Eärendil dijo...

¡Muy bueno compita! qué bizarros lugares, que incómodas situaciones.

¿Y este cuándo lo hiciste? es tuyo cierto?

Pues te felicito nuevamente.

Un dato curioso, cuando comencé a leerlo, quise ver de nuevo la escena a la que haces alusión, y sorpresivamente, tal cual decimotercer guerrero me di cuenta de que iba entendiendo todo lo que decían!!! jaja...nunca me había percatado de que era noruego el idioma en que hablaban, con dialectos por supuesto, pero se entiende todo. En aquellos tiempos en que vi esa gran película, jamás imaginaba que vendría algún día acá.

Un abrazo o, en tu estilo, un apretón de manos.

j.

Diego Fredes? dijo...

Sí, lo es.

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