Cultura Sofista
martes, 27 de noviembre de 2012
Subsociedad
ENTRE tanta coincidencia, casualidad, patrones y literatura, ya he dicho dieciocho veces que reconozco en ellas una excusa perfecta para soñar, pero que desconozco en ellas una razón para evitar sobreponerse a la decepción.
Sin embargo, reafirmo mi apasionada defensa reivindicativa sobre su destreza para anunciar porvenires y definir mejor que nadie lo que nos rodea. Cosa que la sinceridad ha fracasado realizar con maestría; cosa en la que la seriedad se ofusca, se limita, por vetusta y machista; cosa a la que la ciencia -ya sea social, exacta o natural- se dedica desde su origen y se pierde en la metodología y en los delirios de grandeza, y se ve superada por la poítica tanto más que por nuestra querida y deliberada ficción.
No hay mucho más que agregar. Ni las ecuaciones diferenciales de segundo orden, ni los centros de gravedad, ni los neurotransmisores, ni los metales alcalinos, ni el sicoanálisis, ni el marxismo, pueden modelar tan bien a los miembros de esta subsociedad, como lo hace un simple anagrama, describiéndonos tal y como somos:
Desubicados.
viernes, 3 de agosto de 2012
Cuenta reagresiva
CUENTA cada vez en que preferiste obviar, evadir y evitar a decir la verdad, escogiendo el silencio: la manera más cobarde de decir no.
Cuenta la historia de aquella noche y de aquella tarde o de esa mañana o de esas horas, en las que lo único que importaba eras tú. Tú y tus miedos, tus temores, tus amigos, tus vanidades, tus caprichos, tus prioridades, tus horas, tus mañanas, tus tardes y tus noches.
Cuenta con que a pesar de eso, sólo viene un más claro porvenir, promisorio, mas no provisorio. Pues no se trata de aprendizajes ni de lecciones y ciertamente no de justicia.
A fin de cuentas me doy cuenta de que cuentas con quien más cuenta, cuenta y cuenta.
Ahora sí -y más que nunca-, sólo queda pedir la cuenta.
viernes, 27 de julio de 2012
Día que rima, día que prima
viernes, 4 de mayo de 2012
Platón comienza en Plutón
A TRAVÉS de la observación intentaba dilucidar exactamente dónde se encontraba. Se sentía como el décimo tercer guerrero, pero con mucho menos habilidad para los idiomas y una compleja sensación de que las costumbres que capturaba le estaban tomando el pelo, y eso que era calvo.
Desde muy joven se consideraba un aventurero introspectivo, pues no visitaba nuevos lugares, ni nuevos caminos, ni nuevas emociones, sino que nuevas formas de ser y creía haber tenido buenos frutos con su trabajo, al punto que hasta él mismo estaba interesado por conocerse, mas este entorno lo descolocaba, lo hacía sentir como el jovencito con el detalle más obvio y burdo que busca la diferenciación, como el sujeto más evidente e irreflexivo, como el que atiende más a la tienda que a la contienda.
Tanto tiempo valorando la creatividad, la originalidad y la autenticidad y en esa banca, sentado en la punta pues estaba llena de mierda, se encontró conformista, predecible e hipócrita y se perdió banal, cobarde y egoísta, sendas cualidades contra sendas virtudes, sendas difusas, sendas frustradas, indiscutiblemente.
Sacó con temor un libro de su bolso, alejándolo del abrigo de sus siete compañeros de viaje: una bufanda, una baraja española, una moneda de 5 miserables rupias, una caja de tres preservativos, una cuchara, una réplica diminuta de un barco vikingo de guerra y una galleta de avena. El temor se debía a lo insospechada que era la reacción de los transeúntes, los plutónicos, como le llamaba luego de tres meses de observación, pues no concebía sus formas en un ser humano de oriente, ni de occidente, ni marciano ni venusiano; tenían que pertenecer a una localidad de masa extraña a la que hoy ni siquiera hubiera consenso que se llame planeta.
I
Tiempo: Relajados y Psicopáticos
Si hubiese tenido que describirlos en pocas palabras, los llamaría peligrosamente relajados para lo trascendente e incluso vital y psicopáticamente rígidos para las cosas más extrañas, efímeras e irrelevantes.
Para comenzar, a pesar de ser un espacio absolutamente normal a la vista, no existía en aquella ciudad sentido alguno de la hora o de los plazos, ni si quiera en las plazas. Casi no había relojes y los que había cumplían un rol meramente decorativo, cual antigüedad melancólica que quería ser alabada. Nadie atendía a la hora marcada en sus teléfonos celulares, ni mucho menos al que se encontraba sobre el grueso pilar añoso ubicado en el centro de la Plaza en la que él se encontraba, meditabundo. Nadie respondía a horarios fijos de trabajo, ni plazos fijos para nada, se regían por la absoluta voluntad y parecer del momento, cual si fuese la ciudad del carpe diem, pero lo más extraño de todo eso es que a nadie parecía preocuparle las consecuencia de este aleatorio sistema de coordinación civil. Al punto, que en los bancos nunca había fila, pues si alguien llegaba con la intención de pagar y no de esperar y ya alguien estaba en trámite, simplemente decidía partir hacia otro lugar, a realizar otra actividad. Sin embargo, todo el mundo cumplía con sus obligaciones, iban al trabajo, pagaban sus cuentas, en definitiva, era una ciudad que, extrañamente y a su parecer, funcionaba.
En la misma línea anterior, dada la ausencia de hora, no existía el concepto de desayuno, almuerzo, once o cena, comían cuando les daba hambre, lo que les pareciera comer en el momento o lo que pudieran acceder, dependiendo el lugar donde se encontraban.
Había dos momentos del día que sí eran respetados, atendidos con concienzudo rigor: el amanecer y el ocaso. No había persona alguna en 50 km. a la redonda que continuara durmiendo luego de que el sol se asomara, mas no lo hacían ni un minuto, ni un sólo minuto después; y, de similar manera, no había compañero alguno que transitara por las calles luego que el sol se ocultase tras la montaña del poniente.
El peligro surgío, presionando violentamente su escrúpulo, cuando notó que esa omisión de los horarios y plazos, anulaba el concepto de emergencia, por lo que en una ocasión en que una mujer llegó gravemente herida a la instalación de salud más cercana y no encontró a nadie, terminó falleciendo, hecho que al día siguiente los ciudadanos lo consideraron lamentable, pero, impresionantemente, su alboroto no era mayor al de un público que recibe un mal resultado de un partido de fútbol.
De alguna manera, pensaba, la ciudad entera funcionaba al ritmo de un estudiante univeritario occidental, bajo el concepto de la autodisciplina.
Pero lo psicopático superó los límites de la imaginación de nuestro aludido. Había tradiciones intransgredibles y ritos curiosísimos que aún no decidía si lo espantaban o encantaban - el gusto es mío, el susto es mío-, pero definitivamente llamaban su completa atención.
Ocurría lo siguiente en cada cruce de calles principales, dispuestos a cruzar los peatones se aglomeraban en cada costado de la avenida, como si pertenecieran a este planeta, sin embargo, no sólo había un extraño nivel de comuncación entre los caminantes, sino que además se intercambian miradas de odio rabioso desde un costado hacia el otro; y todo, pues esto es el prefacio de una de las actividades más competitivas que pudiera verse por el sector. En el momento en que el semáforo incidaba luz verde, increíblemente cordinados, respondiendo a estrategias y a trabajo en equipo, con un sentido de pertenencia no observable en las organizaciónes más fanáticas de nuestros lares, los bandos se avalanzaban al lado contrario, apostando a ser, como bloque, los primeros en llegar al otro extremo. Era una real carrera olímipica, y sus consecuencias, tajantes. Los vencedores celebraban eufóricamente y los perdedores se ofuscaban brutalmente. Por breves cinco minutos, el cruce era un auténtico estadio de fútbol en una final de campeonato mundial. Mas por sólo breves y volátiles cinco minutos, pues inmediatamente luego de las expresiones de desazón y algarabía, los participantes retomaban sus rumbos, sus objetivos y su calma imperturbable.
De las peores experiencias que tuvo que vivir, pero de las que más aprendió fue cuando al llevar un paquete de caramelos verdes que acababa de comprar, tropezó con un relieve en el suelo irregular y dejó caer la mitad del contenido de su paquete. Lo que al principio creía que lamentaba era la pérdida de tan preciado comestible -qué caramelos aquellos-, pero en cosa de minutos nota que se avalanzaban sobre él al menos cuatro personas que merodeaban por ahí, quienes comenzaron a agredirlo, no violenta, pero humillantemente. Le tiraron las orejas, intetaron atravesar sus costillas con los índices, y le hicieron sustantivas zancadillas que finalmente lo dejaron en el suelo, sólo, incómodo y adolorido. Dos días más tarde, al observar a un anciano que derramó leche al tratar de esquivar a un perro que a su vez perseguía a un ciclista que quién sabe bien a dónde se dirigía, y la consecuente golpiza de escolar que le propinaron una joven y un hombre mayor que caminaban cerca de él, entendió que había un sentido punitivo intrínseco en los plutónicos ligado al desperdicio de la comida, específicamente, a la que se caía al suelo. No volvió a comer en lugares públicos en el resto de su estadía.
II
Espacio: Invasivos y Amargos
Una de las cosas que primero notó al bajarse del bus que lo dejó en el hábitat plutónico, es que las calles y espacios públicos estaban siempre repletos. No llenos, repletos, pero vivos. Vivos, pues había una constante -insistente, intolerable, pensaba después- comunicación desde todos hacia todos los habitantes.
Y es que no existía el sentido de la privacidad en los espacios públicos. No concebían la realización de actividades que sólo contaran con una persona en este tipo de lugares. Cual si pensaran, si estás en un lugar público, tu actividad es pública. De esta manera se encontró con que cada vez que abría su libro para leer, alguien se ponía a comentar la temática, o la lectura, o el clima, cualquier cosa con tal de interactuar con él. Siempre asumían los plutónicos que podían disponer del tiempo y atención del que estaba cerca, del mismo modo en que cada uno estaba dispuesto a dar el tiempo y atención si eran aludidos. Y aludidos decía, pues no se trataba de un favor, era un hecho. Un hombre necesitaba un lápiz para anotar, veía al de al lado con un lápiz en su bolsillo y tras un "¡Un lápiz!" el primero lo usaba y luego lo devolvía. Pasaba el momento y nada extraño había pasado para los plutónicos.
Humor plutónico, le comenzó a llamar.
El humor se agrió un tanto, cuando descubrió el entendido nulo de espacio personal que tenían en el sector. Ya le había llamado la atención el escaso número de asientos que había en todos lados en relación a la enorme circulación de personas -pocas bancas en las plazas, pocas sillas y sillones en las casas y hoteles, pocas butacas en el cine-, pero esa sorpresa se hizo humo cuando descubrió el método a través del cual estos seres suplían su necesidad de sentarse. Resultaba cotidiano que más de una persona utilizara el mismo asiento que otro. Y no horizontalmente, sino uno sobre otro. Y no entre amigos o familiares, sino entre absolutos desconocidos. Y no sólo en emergencias, sino en las reuniones, transporte público, bancas y ¡el cine!.
Sin embargo, si creía que por ello su límite de pudor por el contacto físico había sido traspasado, es porque nuevamente su estrecha imaginación lo traicionó. Fue la primera vez que saludo formalmente a alguien, cuando aterrorizado descubrió que el rito no era un apretón de manos, no era un beso en la mejilla, no eran dos besos en cada mejilla, era un escupitajo en el cuello. Jamás se atrevió a preguntar por qué.
Contradictoriamente, a la hora de despedirse, mientras nuestro hombre esperaba reticente un segundo escupitajo, quedó atónito cuando en medio de un "...hace pocos días. No tenía por destino este pueblo pero quizás el destino quería enseñarme algo al traerme por...", su interlocutor da media vuelta y se aleja sin regresar jamás. Aprendió luego que el concepto de carpe diem propio el humor plutónico impedía que éstos formaran lazos demasiado estrechos en sus contundentes interacciones con el resto de sus compatriotas. Se acercaban muy pronto a conversar, pero se marchaban aún más rápidamente.
En definitiva, tenían un escaso sentido de la privacidad o incomodidad del prójimo. Se pedorreaban en cualquier lugar, conversaban sobre todo en cualquier lugar, hablaban en el cine, se sentaban a tú lado al comer, con quien fuese, como fuese y cuando fuese.
III
Y entre tanto desconcierto, ya sentado en el bus que lo llevaría de regreso a Santiago (Chile, América, Tierra), recordaba ese día que rima, ese día de pocos amigos, en que, luego de dormir 14 horas se levantó en un enorme apuro y partió hacia una fiesta de cumpleaños. Se vistió y aseó en dos tiempos tomó el bolso más pequeño que encontró, ese que hace años usaba a diario, pero que hoy desconocía luego del reemplazo protocolar que le exigió su trabajo, y salió de su departamento.
Tarde, sin regalo y con el estómago vacío, la urgencia se transformó en sudor. Aún tenía que tomar el bus, comer alguna cosa -a sabiendas que en los asados poco había que comsumir para un vegetariano- y comprar el presente, y quizás de paso, vender el pasado y arrendar el futuro.
Como la prioridad doblegó a la planificación, decidió dirigirse directamente al Terminal de Buses y aprovechar las tiendas del camino para su cometido. Hizo uso de un antiquísimo teléfono público -en el apuro olvidó su celular-, e intentó llamar al destinatario. No es poco común que esos aparatos prácticamente en desuso se rehusen a funcionar, pero no por ello fue menos indignante. Golpe tras golpe se liberaron los improperios que no habrían de afectar a esa máquina de fierro, pero que al menos colaboraron en la resolución del misterio de por qué no llamaba. En respuesta a la violencia, el teléfono eructó la causa de la tranca: una moneda extrajera, achatada y completamente inservible. Apaciguada su ira, guardó la rareza en el bolso y afirmó el paso para disminuir la tardanza que desde ahora sólo crecía.
A media cuadra del teléfono la Farmacia se hizo notar. Nada bueno podría conseguir para el cumpleañero de ese lugar, aún así lo intentó. Salió con menos dinero y un regalo chistoso que podría tener malas interpretaciones. El humor era un buen regalo, pero no le satisfacía.
En la siguiente cuadra, el Almacén y Abarrotes LUNA, generó exitación. Siempre esos lugares pequeños tenían una variedad inimaginable de artículos ideales para regalo. Salió con aún menor dinero y un presente entretenido, útil e indispensable para cada hogar. Lo lúdico era un buen regalo, pero no le satisfacía.
A pasos del Terminal, una heladería manifestó su relevancia. Debía comer. Ordenó una copa de helado con la intención de llenarse y no disfrutar. Las brazas de la ira de la injusticia del teléfono se agitaron al recibir el diminuto helado por un precio más que elevado. La venganza fue sencilla, terminó rápidamente el contenido y se guardó la cuchara. La miserable galleta que acompañaba la copa tendría su utilidad más tarde en la convivencia carnívora.
Saliendo del local, el entusiasmo veló la cordura, una librería era la solución. Qué mejor que el mejor libro de todos para cumplir con el cometido. Ahí estaba, lo compró y se retiró en búsqueda de un material propicio para envolver el presente predilecto.
La respuesta no se hizo esperar. A dos locales una boutique le ofreció una tela delicada,no muy costosa, capaz de cumplir con la misión envolvente.
Culminó de este modo la travesía. Exausto subió al bus. Envolvió los Cien años, que tanto le recordaba el humor plutónico, pero tan agradable fue leerlo como espeluznante vivirlo. Terminó los arreglos y antes de rendirse al sueño, guardó en el bolso el presente junto a sus siete compañeros: la moneda, la caja, la baraja, la cuchara, la galleta, la bufanda y el barco... que siempre estuvo en ese bolso, esperando compartir una experiencia como aquella para ser uno de los imprescindibles amigos en esos precisos 100 días de soledad.
martes, 20 de marzo de 2012
Así no más
Y así de repente me entristecí.
Se me acabó la sonrisa y me pesan las comisuras... incomisurablemente.
No me interesa el sueño, no me interesa el hambre. Es que no tengo sueño, ni tampoco hambre.
Lo que tengo se llama rabia y eso no sacia el hambre, no sacia el sueño, ni si quiera aquellos que no existen.
No sacia nada, sino ensucia todo.
Es socia del daño, del miedo y la amargura.
Y se sana en el baño, con hielo y armadura.
sábado, 25 de febrero de 2012
Insulso Amargamiento
LO RECUERDO todo el tiempo, imposible olvidar. Es más, indeseable e innecesario de olvidar.
Independiente de los montos, mi comida acababa; a mi perro y a mi gato, a todos juntos jorobaba; las paredes y todo el piso, sin recato adobaba; y como si fuera poco lo que quedaba, derrumbaba.
Mis cuadernos y mis notas, con sus manos ensebaba; y las gomas y las minas de mis lápices probaba; mis anillos y mis llaves sin notarlo yo, robaba; cada gesto, cada dicho, estoy seguro, me grababa.
Los cojines y alfombras extrañamente él sobaba; y a los duendes y esas monas medias raras entubaba; los conversas y secretos de los otros perturbaba; y a la viejas y a los viejos sin descaro los tumbaba.
Su presencia y su paseo en toda esquina retumbaba; las sonrisas y canciones, sin quererlo alababa; esa puerta impenetrable, no sé cómo destrababa; y a los fríos pasos de esos, sonriente estorbaba.
En mi copa y en la tuya su deseo me zumbaba; y a su paso y sin sentido, el mundo entero arrumbaba; y creyeras que al sentir ese taco que arribaba; la presión de este pelele no se iba, se elevaba; pues consigo los pesares y angustias se llevaba; sin embargo aquí me deja, con mi llanto que lavaba; y las penas que escondía en el hoyo que cavaba; y lo cierto que, por simple, con ternura me clavaba.
Con su paso y sonsonete, ni en invierno me nevaba; una agüita calientita, su recuerdo reservaba; alegrías y sonrisas ese adobe preservaba; del verano hasta el invierno, lo mejor me conservaba; los motivos y pasiones, día a día avivaba; y la locura imprudente de este viejo agravaba; mis historias y mi pasado, cual sirena, él trovaba; lo mejor de cada año de su mano derivaba; sin terapias, sin palabras, sólo era e innovaba; de los lujos y desaires muy gustoso se privaba; y mi corazón poeta, sin romances, activaba; mis enojos y tonteras, no atendía ni archivaba; los pesares de estos tontos, su nobleza esquivaba; con disgusto y con carga, al fin y al cabo, me salvaba.
Me hubiese gustado acabar, cuando él acababa
Me hubiese gustado jorobar, cuando él jorobaba
Me hubiese gustado adobar, cuando él adobaba
Me hubiese gustado derrumbar, cuando él derrumbaba
Me hubiese gustado ensebar, cuando él ensebaba
Me hubiese gustado probar, cuando él probaba
Me hubiese gustado robar, cuando él robaba
Me hubiese gustado grabar, cuando él grababa
Me hubiese gustado sobar, cuando él sobaba
Me hubiese gustado entubar, cuando él entubaba
Me hubiese gustado perturbar, cuando él perturbaba
Me hubiese gustado tumbar, cuando él los tumbaba
Me hubiese gustado retumbar, cuando él retumbaba
Me hubiese gustado alabar, cuando él alababa
Me hubiese gustado destrabar, cuando él destrababa
Me hubiese gustado estorbar, cuando él estorbaba
Me hubiese gustado zumbar, cuando él zumbaba
Me hubiese gustado arrumbar, cuando él arrumbaba
Me hubiese gustado arribar, cuando eso arribaba
E incluso elevar, cuando él elevaba
y llevar, cuando él llevaba
y lavar, cuando él lavaba
y cavar, cuando él cavaba
y clavar, cuando él clavaba
y nevar, cuando él nevaba
y reservar, cuando él reservaba
y preservar, cuando él preservaba
y conservar, cuando él conservaba
y avivar, cuando él avivaba
y agravar, cuando él agravaba
y trovar, cuando él trovaba
y derivar, cuando él derivaba
e innovar, cuando él innovaba
y privar, cuando él privaba
y activar, cuando él activaba
y archivar, cuando él archivaba
y esquivar, cuando esquivaba
y salvar, cuando él me salvaba.
Sin embrago, estoy yo solo aquí en mi bar, y él...baba.
Amargamiento, amargamnieto, mamarganieto.
jueves, 23 de febrero de 2012
La Suposición
¿QUÉ DICE más sobre la persona? ¿El nombre propio o el de mis hijos? Porque mi nombre no lo elegí yo, ¿Será que me define, acaso?
Era la reflexión que tenía a Rima no tan lejos de la olla que estaba revolviendo, como de la conversación a la que su hermana la estaba invitando a sumarse desde hace dos horas.
Echó la sal y el aceite y siguió revolviendo. Miró a su hermana para decirle "Estoy de acuerdo", de otro modo no iba a generar el efecto convincente de que la estaba escuchando, y volvió la vista hacia el patio por la ventana que estaba en frente de la cocina. Miraba sin ver a su sobrino quien llenaba de agua con la manguera un hoyo recién cavado en la tierra. No le importaban los hoyos en la tierra y empatizaba con el entretenimiento de su sobrino, pero sabía que a su hermana no le gustaría tener que limpiarle hasta los párpados de lo sucio que estaba quedando. Calló sobre eso.
Rima es un buen nombre, es distinto, pero no tiene nada que ver conmigo. No soy poeta, ni cantante, ni mucho menos sé rimar. ¿Habrán querido mis padres que fuese algo de eso? Lo más curioso de todo, es que mi apellido es Santana y Rima Santana, no rima ni a lo creacionista, sin embargo mi hermana se llama Susana. Susana Santana rima. Y si ella es Rima, ¿quién soy yo?
Es que si yo tuviera una hija la llamaría Auténtica, y eso no me aseguraría de que lo fuese, pero de seguro que su nombre indicaría que me gustaría que sí.
En realidad lo que la tenía sumida en esa idea era un miedo que sabía que tenía, pero que le desagradaba tratar directamente. La idea había vuelto a su cabeza a propósito de la conversación de su hermana. Le hablaba de cómo su sueño se caía a pedazos, cómo ya no soportaba a Enrique y su prepotencia machista en la casa, cómo su compañera de trabajo Lili le hacía la vida imposible, y lo mal que le caía Teresa, la madre del compañero de Gonzalo, Aníbal, a la que debía soportar en todas las reuniones de padres, con su insidia y banalidad. Su sueño era la paz. Su sueño era el final feliz que a uno le venden bien barato en la tele y en las películas comerciales.
Ese era su miedo. Comprar un sueño barato; vender su camino al mejor postor; vender su ovejita al mejor pastor. Aun así, no le importaba que su sueño creado estuviera también ya la venta y hasta ahora le estaba yendo bien. Mas su miedo provenía de una pena oscilante y una duda emergente, que temía no poder controlar.
Así, sin mucha planificación ni cuestionamiento, se encontró comprando sueños y vendiendo su camino al cabo de unos años. En el aeropuerto, con su bolso de mano y una maleta, le resurgió el miedo, humedeciendo por esto los pasajes a L'Assomption, Quebec, Canadá. Una vez en el avión, en su asiento, el aeropuesto, ya solo con lo puesto, recordó esa tarde con su hermana y los enredos con la tal Lily, Tamara, Antonio y Enrique ¿O no eran sus nombres? Y envidió su determinación de creatividad de ese entonces.
El gringo de al lado la llevaba mirando harto rato ya. Seguro que le quería meter conversa. Como no tenía ganas de hablar seguía mirando por la ventana, como si mirase a su sobrino en su lagunita privada. Pero como era gringo, la saludo de todas maneras.
-I've seen you're reading in English. I know a bit of Spanish myself. I'm Malcolm. How should I call you?
-Rima. Rima Santana - lo miró de reojo y le sonrío por cortesía.
-Rima...- y buscó rápidamente en un diccionario de bolsillo que traía consigo- Rhyme! How authentic!
Se río tristemente de la ironía, aún mirando por la ventana escuchando sin oír lo que el elocuente gringo tenía que decir.
-...'course is nothing compared to Africa, I was there fifteen years ago, very young I was, about your age maybe. How old are you exactly?
Lo observó un momento. No parecía un vendedor de sueños.
-Twenty nine years sold - le dijo y se río.
Le daría una oportunidad al gringo.