lunes, 13 de septiembre de 2010

Tres años de Soledad

Si bien era extranjera, sentía más apego por esta tierra cálida, sucia y chismosa que por esas que dejó siendo aún capaz de mirarse cada parte de su cuerpo sin obstáculo, esas que se esconden tras las gélidas frazadas arrasadoras de toda vida. Eran silenciosas, sí, pero no estaba dispuesta a ceder ni conceder adulación alguna al recuerdo que sólo le traía abandono y decepción a la demente.


Tan ágil como su juventud se lo permitió comenzó a establecerse por la vía de los negocios instalando un pequeño puesto que consistía en una tabla enmantelada ubicada sobre dos bidones vacíos de bencina, en el que vendía chocolates hechos por sus propias manos vírgenes y pensados por su incipiente resentido creativo. Al principio los clientes se conformaban con los cubitos amargos que utilizaban para saborizar la leche y el café, pero al cabo de algunos meses tuvo que triplicar la producción de animalitos de todos los tamaños y cuadruplicar los baños de pan amasado con manjar pues constituían un alimento básico para todas las familias de la villa. Con el tiempo, fue capaz de construir un almacén de madera y techo de paja, con un ventanal de vidrio y cortinas de color beige, y sobre la puerta un letrero en el que talló "El sabor róbasle", de modo que parecía que en la ciudad entera no habría tienda ni contienda capaz de quitarle la lujosa y gulosa clientela del número 27 de la calle San Frederico.

Sin embargo, sí la hubo. Con la llegada de los argentinos, se instalaron en el centro de la ciudad los grandes mercados de la fruta, que luego comenzaron a importar verduras y cereales y más tarde vestimentas y artículos para el hogar, hasta el punto en que había nada que no vendieran, inluídos artefactos de ferretería y, por supuesto, golosinas. Fue cuando decidió inscribirse en el taller de pintura que dictaba la Municipalidad, cuyos cupos siempre quedaban en el olvido, así que la falta de estudiantes le permitía al joven profesor ciudar de los tres perros vagabundos de la plaza con la esperanza de que se tratara de tres especies fantásticas, silenciosas admiradoras del arte, de su arte. Y así fue como se transformó en la mejor y a la vez peor alumna del taller. Le planteó al maestro que tenía intenciones de aprender pintura para ganarse la vida -aunque con las dificultades que lidiaba en el momento lo que realmente quería era ganarse la muerte-, lo que aparentemente fue un gravísimo error, pues le valió tres horas de sermón sobre la vileza del lucro, la pureza del arte y el valor de la austeridad. Al cabo de tres meses, el joven le dijo con solemnidad que se encontraba lista para comenzar a utilizar pintura, puesto que durante todo ese tiempo había estado practicando los movimientos del pincel sobre la tela logrando la concentración necesaria para transmitir los sentimientos, técnica que cuestionaba profundamente, que acataba con impotencia y atacaba con impaciencia, pero que logró que desarrollara una sorprendente habilidad para trazar sus sueños y anhelos en la lona, cual si lo hiciera con chocolate. Una vez adquirida la destreza, se empecinó en alcanzar un gran talento y así empezar a participar en las instancias de competencia por algún premio que le permitiera hacer la compra del mes, pues el arroz molido la estaba dejando en un crítico estado de desnutrición. Logró sobrevivir un poco más de un año pero muy pronto dejó de bastarle pues los cartones de las menciones honrosas ni si quiera servían para un buen caldo de hacha. Al cabo de tres semanas no hubo curso ni concurso que la motivara a levantarse de su catre de media plaza.

Sentía que todo se había acabado, ya no tenía suelo ni consuelo, ni siquiera la rodeaban los vívidos colores que antaño cubrían las tres paredes descubiertas que tantas historias entre ella y sus miedos encerraban. Todo era lúgubre y monótono, excepto el recuerdo de lo que esperaba que fuese su futuro que dejó de ser tan sólo un recuerdo gracias a la intervención de una cuerdas más bien locas que no le permitieron llegar a comprar otro kilo de arroz para sus próximos tres almuerzos. Lo había decidido: su tercera empresa sería la composición musical. Durante tres semanas se sentó fuera de aquella casa sin antejardín a escuchar y registrar todo lo que el músico ejercitaba y el sábado en que concluyó tal labor golpeó la puerta con el lápiz grafito que la acompañaba esos días, con la determinación de no volver a su casa sin un trabajo. Por tercera vez partió desde cero, y por tercera vez todo parecía salir a la perfección. Su trabajo consistía en escribir nuevas e innovadoras melodías que su guitarrista -quien resultó ser una mujer que tocaba su instrumento como terapia de relajación desde que hace 20 años su terapeuta se lo recomendara producto del abandono por parte de su madre quien se fue con la excusa de buscar la identidad de su padre que hasta esa fecha nunca encontró, razón por la que vivió de ahí en adelante a costa de sus padrinos que eran un par de ancianos convenientemente acaudalados y sin descendencia; era joven, de unos treinta y cinco años y aparentemente se encontraba a la espera de que alguien como ella le tocara la puerta- tocaría posteriormente en los paseos más transitados de la ciudad, acompañados con letras que ella misma recolectaba y mezclaba desde los poemas de Alfonsina Storni. Mucho más temprano que tarde recibió la oferta de que su artista tocara por las noches en uno de los restoranes del paseo principal, "El Buen Amigo", donde le agregaron el requerimiento de que la presentara con un nombre que la distinguiera. Fundó a su compañera como "La Sombra del Mar" y le compuso un repertorio idóneo para la noche más larga y poblada que tuvo jamás ese local: temas traquilos e imperceptibles para momentos de conversación, temas dinámicos y contagiosos para momentos de agitación, temas profundos y dedicados para momentos de pasión. Y fue un éxito, comprobado por el acercamiento de una señora mayor que con cierta elogiosa elegancia le propuso participar de un Gran Evento Musical organizado por la municipalidad en el que ya se contaba con expositores de renombre y a realizarse en un futuro con relativa proximidad. El entusiasmo del nuevo desafío le duró lo suficiente como para ganar tanto que pudo cambiarse a una casa más amplia y más cerca del centro, mejorar su bienes inmuebles y su vestuario, incluso para regularizar su dieta alimenticia. Pero como fue la tónica de sus experiencias en el emprendimiento continuó contradiciendo el dicho de que lo que empieza bien, termina bien y por tercera vez fracasó. Pasados algunos meses sus composiciones empezaron a escacear y ya nadie quería gozar de la compañia de la Sombra del Mar, no sirvió la compañía de una percusión, no sirvió la nueva tenida ni contenida en un enchapado de oro atraería la atención de los clientes. Su esperanza terminó por agotarse cuando se enteró de que la única oportunidad de resurgimiento que tenía no había sido más que una cruel y angustiante farsa, no era cierto ni concierto hubo, por lo que con la ayuda de la infiel banalidad de su público se autoexilió de la senda artística abandonando a Sombra, la mujer sin sombrero.

Si había autodefinido opositora irrenunciable a los dichos populares. No venció en su tercera, aunque siguió jamás lo consiguió, nunca abarcó mucho pero apretó aún menos, madrugó durante tres años y no recibió ayuda del dios, recibió mucho mal y el bien se quedó durmiendo, en fin, le estaban sacando los ojos los cuervos que nunca creyó criar. Rendida y cansada, asumiendo su suerte irrevertible de que no lograría vivir sin la dependencia de la explotación, pasó los siguientes años de su vida de mesera en El Buen Amigo. Allí, un cliente frecuente, profesor universitario de astronomía, le conversaba todas las tardes en la hora floja sobre su estudio e investigación en términos que ella pudiese entenderle. Sintió un gran temor al notar que su espíritu emancipador la estaba haciendo soñar de noche y de día con una vida estudiantil y que empezaba a tener sed de conocimiento, más los ahogó radicalmente una tarde al volver a su pieza -en la que vivía hace años luego de haberse visto en la necesidad de vender la casa que su dedicación le había otorgado- evocó las frustraciones de su pasado. No quiso acercarse a la ciencia ni conciencia adquirir de lo que se podría estar perdiendo, de lo que desconocía, de lo insondable. Y mucho más consecuente que milagrosamente, cuando empezaba a acostumbrarse, es más, a disfrutar su estilo de vida sin considerarse una fracasada, sin esperar más de ella misma, a valorar los encuentros que su trabajo le ofrecían, a aprovechar las virtudes del oficio, fue cuando las cosas empezaron a andar bien, o quizás sigueron el curso por el que estaban destinadas a pasar y que como humanos interpretamos a nuestro favor o a nuestro pavor. Su dedicación hacia la clientela generó lazos que si bien para ellos eran propios de su cotidianeidad para algunos marcaron su historia de manera íntima y por la eternidad. Luego de trece días de ausencia, cierta mañana llegó la noticia de que Antonia, una anciana que infaltablemente cada mañana pasaba por un té con leche acompañado con tostadas con mermelada de mora, había fallecido de muerte natural dejándole todos sus bienes heredables "a la cordial señorita que le daba el desayuno en las mañanas, La Buena Amiga que debía ser, que por recibir de ella lo que ofrecía era la única persona que le recordó hasta el último día que seguía siendo un ser social capaz de dar". Lo mismo ocurrió más tarde con el profesor de Astronomía y después con un militar retirado. Producto de estos reconocimientos, logró la estabilidad que anheló y tanto se desgastó por conseguir. Compró El Buen Amigo y siguió atendiendo con igual dedicación a los solitarios y no tan solitarios visitantes que entraban para reuniones de trabajo, para satisfacer su hambre de cuerpo y su hambre de humanidad. Se pasó tres años de su vida buscando la forma de encantar al mundo para ganarse la tranquilidad que al final no ganó dando lo más rebuscado sino lo más básico, sencillo y tan poco evidente.

Tres días antes de morir descubrió que el militar que la había incluído en su herencia visitaba El Buen Amigo desde los días en que Sombra tocaba públicamente, con la esperanza de volver a encontrarla para establecer un lazo inexistente que quizás podría nacer por la voluntad, y cuando empezaba a decaer su atractivo para los espectadores, aprovechó el tiempo muerto para acercársele y entablar vagas conversaciones que no llevaban entre sus líneas ninguna clase de compromiso. Sombra no era hija del Coronel ni descendiente ni condescendiente, mas lo sentía cercano como si intuyese que algo más allá del protocolar saludo los unía. Ese mismo día y contrario a su definición, escribió el epitafio que quería que se recordara, y que fue impreso en el muro principal del restorán a vista de todos los futuros clientes: "El que busca encuentra, y el que no, también. Firma, Soledad Garzón S.".

2 comentarios:

Eärendil dijo...

Sofía Gaete Santelices, te sacaste un 7 con esto.

Esto tiene de todo un poco de lo que te gusta y me has enseñado, tu filología y filosofista, con los 3 años y la historia verdadera, con Freddy y los 27, con Silvio y las películas.

No soy cuerdo ni concuerdo en que todos tengamos un talento como el tuyo, sólo digno de alguien que podía haber sido líder de la Fech o la Confech, no de alguien como yo, que no tuvo el tacto ni el contacto para desarrollar algo así, y que mi vida ni convida siquiera a que algo así pueda suceder.

Gracias Sofía.

Un beso en la sien, a quizás cuántos años de soledad.

j.

Diego Fredes? dijo...

Qué linda la forma en que ensalza
tu tacto que sólo va en alza
qué lindo y perfecto esto calza
con esa modestia que es Falsa.

:o)

¡...una curiosa coincidencia es la hora a la que salió publicado, que no fue deliberado!