domingo, 30 de octubre de 2022

El funcionario y el poeta

Si no fuera por la distracción que desató la pícara respuesta del funcionario al recibir la cuenta, el resto de la mesa hubiera podido percibir, no sin dificultad, el leve cambio en su semblante. Pagó, incluyó propina, por su puesto, fotografió el detalle para ajustar cuentas con los comensales más tarde, y miró de reojo los últimos centímetros de ese cáñamo salvaje que desaparecía junto con la cabeza que los conducía con ese apuro inaceptable, el mismo apuro que dispersaba los escuálidos amagues por recordar que tenía su maltratada timidez.

El poeta era serio, tosco y desagradable. No parecía un poeta; es más, no merecía serlo. Los poetas son románticos y soñadores, sonámbulos y fumadores. Este poeta no tenía nada de eso. Quería ser libre, pero moría presa de las malas costumbres. Quería soñar, pero despertaba sobresaltado por el peso de las pesadillas. Quería cantar, pero se atoraba ahogado por el queso de las quesadillas.

Todavía no se había terminado de persignar en señal inequívoca de alivio por evitar confrontación, cuando ese pastizal entrometido tuvo el atrevimiento de sentarse en la única mesa desocupada de ese café de mala muerte que los funcionarios solían visitar para disfrazar de amena convivencia el hedor de sus inadmisibles frustraciones.

En la hora y media que se había extendido la insípida y salamera tertulia, nadie que entraba había querido ocupar esa mesa. Por un lado, estaba al lado de los baños. Olor y perturbación. Por otro, era utilizada por los mozos del recinto como bodega de paso de las bandejas sucias, de la loza perdida y de los condimentos sin demanda. Caos e indiscreción. Pero, sobre todo, nadie quería elegir esa mesa porque la inundaba el infierno que el ventanal dejaba entrar en la peor hora de ese día tan abochornado en ese verano tan desvergonzado. Sopor y transpiración. Sin embargo, el poeta parecía inmune a esas futilidades. No es de extrañar. Taciturno y desguañangado, maloliente y desperfilado, parecía haber llegado a su propio asiento reservado, diseñado, quizás, a imagen y semejanza de los asientos que debía tener en alguna caverna a la que le llamaría casa.

Ya lista la sobremesa, agotados los chistes repetidos y podridos, repasados los panoramas de cada uno para ese fin de semana, al funcionario le molestó notar que sus ganas de ir al baño batallaban con un antiguo impulso de irse cuanto antes de ese local. Qué le iba a importar a él volver a toparse con el poeta. Era aquél quien debía tener que lidiar con ese problema. Después de todo, fue él el culpable de los desagravios, el cultivador de las ingratitudes, el reclutador de las inmadureces. Vaya poeta. Qué pequeño se le veía en esa mesa desordenada y roñosa, qué aburrido su modo de tomar el té mirando el celular, qué ridículo su intento por parecer a gusto consigo mismo, qué triste la soledad involuntaria de esa chasca demasiado apelmazada, de esa frente demasiado arrugada, de esas cejas demasiado pobladas, qué tradicional su... Bueno, no. Pequeño, aburrido, ridículo y triste, un auténtico fugitivo de la resignación, pero no, tradicional no, tradicional nunca. Porque bajo las ochenta capas de indiferencia con que miraba al poeta, el amague del recuerdo empezó a envalentonarse y creyó percibir el candor lascivo de una sensación que se parecía más a la diversión que lo que le hubiera gustado admitir. Tal vez alguna vez sí se vio seducido por los intrincados laberintos del poeta, donde era imposible perderse y era posible encontrarse; a lo mejor no era sólo rechazo lo que le infundía el desafío permanente, la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa imperfecta; quién sabe si en una ocasión se dejó llevar por el atosigamiento lúdico y no lo pasó tan mal. No obstante fue el mismo poeta que se abandonó a su suerte. En esos días en que andaba con mucho pleito y poca plata. Cómo olvidar el día en que, sin aviso y escapando de la ley del destino, se llevó a sus compadres a la playa en lo que parecía un verdadero secuestro, y bajo el engaño de enseñarles cuál era el pastel de jaiba más sabroso del litoral, los invitó al restorán más lujoso del puerto donde no escatimó en precios ni en la prometida generosidad; platos iban, platos venían, vinos iban, vinos venían, postres iban, postres venían, bromas iban, bromas venían, vivían el espejismo de estar disfrutando, extasiados, así, hasta que a la hora de irse y pagar, luego de buscar, llamar y gritar, vieron el mensaje "no llegué a ir al mar, pero fui al pueblo" que el poeta escribió en el baño y recién se enteraron que estaban solos, que estaban cagados y detrás del mensaje, la mirada descolocada de los compadres que el espejo les devolvía burlesco y canallesco. En medio de la curadera y la conmoción, se fueron el uno contra el otro, echándose la culpa, tratando de escapar primero de la situación. Los dos haciéndose pedazos contra el terrible error. Combos iban, combos venían. Los sacaron del baño a rastras, los tiraron a la calle por jugosos. Afuera se encontraron con el poeta de pie mirándolos hacia abajo. En una mano las llaves del auto, en la otra la cuenta pagada, con propina incluida, por supuesto. Nunca habían pasado un susto tan injustificado, ni tan impredecible, ni tan innecesario, ni tan ancho, ni tan bello, ni tan triste, ni tan sabio, ni tan solo, ni tan loco, ni tan todo, ni tan nada. No, no había nada que valiera la pena rescatar de ese cómplice de rutas olvidadas. No había nada que atesorar. No había nada. No había nada de qué preocuparse.

Aún así no se animaba a pararse. Tenía cada vez más ganas de ir al baño y cada vez veía menos posible llegar a la oficina indemne. Le recogió la cartera a una de sus colegas, guardó su billetera en el bolsillo trasero, se tomó el último sorbo de jugo ficticio de frutilla y avisó que lo esperaran afuera, que tenía que pasar al baño.

Un paso. El poeta sigue pegado al celular, o al menos eso finge. Dos pasos. El funcionario recuerda que en otro tiempo y en otro estado, ambos podían compartir felices un almuerzo, un desayuno, una once. Tres pasos. Se acuerda cuando terminaron abruptamente los almuerzos, los desayunos y, en especial, las onces. Cuatro pasos. El poeta saca de su mochila un lápiz y anota algo en una servilleta. Cinco pasos. El funcionario recuerda historias, juegos, caminatas y viajes que no terminaron en combos. Seis pasos. El funcionario recuerda el bemol de la discusión en cada historia, el sostenido del deber en cada juego, la corchea del engaño en cada caminata, y la semicorchea del abandono en cada viaje. Siete pasos. El poeta toma otro sorbo de té y el funcionario tropieza. Ocho pasos. Hay que salvar esos recuerdos de todo lo que fue ruin. Nueve pasos. Hay que salvar esos recuerdos de todo lo que fue Buin. Diez pasos. Hay que salvar esos recuerdos de todo lo que fue Queen. Once pasos. El poeta levanta la vista y mira al funcionario con más sorpresa que rencor. Lo saluda, le comenta que sabe que ahora trabaja en el Ministerio, lo felicita, le pregunta cómo ha estado y lo invita a un café.

El funcionario responde cordialmente, le extiende una mano sudorosa, acepta las felicitaciones, le dice que ha estado bien, pero su injusta visceralidad lo traicionó. Aceptar un café no fue menos incómodo que las excusas para evitarlo.

Nunca volverán a verse.

Continuará...

martes, 4 de octubre de 2022

Haraganas

No digo lo que pienso
no pienso lo que siento
no siento lo que hago
no hago lo que espero
no espero lo que creo
no creo lo que quiero
no quiero lo que sé
no sé lo que digo.

Pero sé que lo que pienso, lo que siento, lo que hago, lo que espero, lo que creo, lo que quiero, lo que sé y lo que digo es completamente auténtico y tienen tantas ganas de respetarte como de faltarte el respeto.

Continuará...