miércoles, 17 de julio de 2013

Nora, mi sonora


COQUETA, de mediana estatura, no muy bella, pero muy atractiva, sonora y sobretodo arreglada, con esa mirada que lo ofrecía todo, esa capacidad de rozar a su interlocutor con tanta naturalidad en cualquier parte del cuerpo, esas blusas colorinches y traslúcidas, esas faldas largas y ajustadas, su mezcla azarosa de perfumes y la clásica sonrisa diastemática, Nora nunca pasaba desapercibida. En los bares, en las barras, en los moles, en las malas, en los bancos, en las bancas, en los parques sin las parcas.

Sin embargo, a pesar de la impresión que los cahuines de tanta señora que hablaba de más y de tanto señor que callaba de más daban, ella era una mujer regia, auténtica, con tan pocos temores a la soledad como razones para escuchar los cahuines de los acorbatados -burda expresión de una envidia mal disimulada-, pero muy selectiva.

El concerje de su condiminio aseguraba con serenidad que al departamento 37 B jamás había entrado alguien más que la señorita Isasi. Lo que en realidad no decía nada, pues su departamento era el 34 C.

Lo cierto era que Nora estaba lejos de ser una mojigata, no estaba familiarizada con el término libertinaje, decía que esos apelativos eran propios de los que tenían más tiempo a su haber para inventar palabras que el que les gustaría. "El que no la mete, se entromete", repetía despectiva cada vez que escuchaba esas conversaciones llenas de pudor cínico por parte de los dueños de la moral. Aún así, les compadecía.

Mas, lo anterior tampoco significaba que la seguridad con la que defendía el desapego a la abstinencia fuese a partir de una causa propia. De hecho, ella era una de esas personas que tenía más ideas que parejas sexuales a su haber. Ideas, no pensamientos ni chistes ni opiniones ni recuerdos ni listas; ideas. Incluso así, eso tampoco significa nada.

Directo al grano, Nora sí era selectiva. No le servían todas las micros, no le rimaban todas las estrofas, no le cabían todos los bototos, como sea que a usted le guste decirlo. Y su selectividad no era motivo de orgullo. Era como la cantidad de letras que tenía su nombre ¡a quién le importa!

Independiente de todo aquello, lo relevante de esta historia lo reveló la Eugenia, la cajera de "La estrofa que rima", el pub-restorán del cual nuestra amiga era mesera hace quince años y que cuenta que durante esos quince años, Nora le entregaba bajo la servilleta a todo hombre coqueto, de mediana estatura, no muy bello, pero muy atractivo, sonoro y sobretodo arreglado, un papel que tenía escrita a mano una estrofa que no rimaba para nada y que cabía en muy pocos bototos:

Sois responsable de que mi cuerpo se renueve
y de que, si no me mirais, mi rostro se entristrece.
Todo el día y noche espero que entres,
desde que almuerzo hasta que desayuno,
no se ya cómo expresar lo que me haceis,
¿de qué indolencia padeceis
que al no llamar, permitís que me reveinte?


Las reacciones eran muy clasificables. Estaban los que se quedaban horas leyendo el papel, mirando significativamente a Nora cada vez que pasaba por su lado implorando una señal, quien impertérrita pasaba de largo, quizás molesta por la solicitud; estaban los que le echaban una mirada y se lo guardaban al bolsillo, vaya uno a saber si lo leerían con más atención más tarde; estaban los que dejaban el papel a un lado hasta antes de partir, que era cuando se atrevían a invitar a Nora a un café, a lo que ella respondía sin excepción gesticulando hacia Eugenia "Lo siento, donde manda patrón...", luego de lo cual sólo uno una vez la esperó a la salida e insistió en la invitación y Nora le dijo -aunque Eugenia no estaba muy segura de haber escuchado bien-, "Lo siento, a buen entendedor, pocas palabras"; estaban los que leían el papel y lo apartaban sin aparente interés; y estaban los que nunca notaban que el papel existía.
Así pasaron quince años, durante los cuales Eugenia confiesa haberle conocido muchos pretendientes, pero ningún noviazgo, pololeo o atracón. Hasta que un día, mientras Nora pagaba la cuenta de la mesa ocho, le sonó el celular con un rington ordinario, propio de un número desconocido, contestó y su rostro se iluminó, sonriendo ampliamente dejando completamente al descubierto esa apertura sensual que separaba sus dientes delanteros. Acto seguido. se volteó, buscó rápidamente y encontró a un joven ni tan joven, tímido, bajito, hermoso, pero desabrido, silencioso y sobretodo desaliñado, sentado en la mesa ocho con celular en mano y una mirada de satisfacción.

Y así fue como Nora encontró a su primer y único amor, que ella supiera.

El relato de la Eugenia dejaba hartas puertas sin cerrar, pero sobre todo, muchas micros sin tomar. Como la que pasó frente a Nora mientras, ya a sus cuarenta y cinco, recordaba sentada en su sedán el tiempo en el que trabajaba en "La estrofa que rima" y como fue que Bruno, su esposo, el joven ni tan joven de la mesa ocho, llegó a llamarla el octavo día, del octavo mes de hace ya ocho años, luego de haber estado cinco tratando de descifrar el significado del papel que su hermano Jano le había mostrado divertido después de haberse ido a comer un lomo a lo pobre en el pub-restorán de la esquina. No se iba a olvidar de lo chillona que le pareció su voz al escuchar por el auricular una estrofa sencilla y pequeña, como él mismo, pero pucha que rimaba:

Nora, mi sonora:
Me acusas a mí de indolencia,
pero a ti te falta paciencia.


Así como tampoco se olvidaría de las peripecias y malabarismos de los que se tuvo que hacer cargo para poder mantener durante quince años el mismo número telefónico, esos miserables dígitos que por tanto tiempo pensó que nunca nadie iba a discar. Avanzó distraída, abstraída por los recuerdos, sin notar que le acababan de dar luz roja y chocó torpe y lentamente al autito que iniciaba su marcha cuando sí le correspondía. Se bajó de inmediato, avergonzada, asustada, ahogada en disculpas. Tuvo suerte de que el chofer afectado parecía que poco se entrometía, pues se le veía de muy buen humor. Aceptó las disculpas así como aceptó el ofrecimiento de contactarla para arreglar el pago del seguro. Nora sacó rápidamente un papel y lápiz y apollada en el capó anotó ordenadamente su nombre y abajo su número, y sólo entonces le pareció peculiar que su número tuviera la misma cantidad de caracteres que su nombre. Haberlo sabido antes, reflexionó, y quizás Bruno me hubiese llamado antes.

Pero de haberlo hecho no hubiese sido Bruno quien hubiese llamado, sino algún otro, o quizás ninguno y quizás no estaría ahí ese día desvariando sobre la relevancia de haber notado algo tan irrelevante como lo que la consumía. A quién le importa la cantidad de letras que tenía su nombre. Al parecer a ella.

Continuará...

domingo, 14 de julio de 2013

La contradicción inocente

A Rocco siempre le habían enseñado que las contradicciones eran la evidencia de la mentira y que, por su parte, la mentira era un arma muy poderosa que había que saber utilizar contra un enemigo, pero jamás contra un aliado.


Aprendió, así, a respetar a la mentira y a temerle a la contradicción pues escuchó que más rápido se pilla a un mentiroso que a un cojo, y de cojos sabía porque estaba harto de sentirse culpable de quedarse mirando con rabia, pero sentado, cada vez que al cojito Alegría - vaya contradicción- lo humillaran todos los días los niños y niñas privilegiados que se jactaban de algo que no se habían ganado. Incluso ese gordo obeso quien, a pesar de su estado ballenoide, llegaba a los basureros antes en las carreras y celebraba apuntando, comiendo y engordando. Rocco los miraba con esa rabia con la que se le entrecerraban los ojos, al punto que nadie nunca se los había visto abiertos, al mismo tiempo que recreaba en su cabeza mil formas de enfrentarlos, mil respuestas a sus ofensivas y poco creativas burlas; se imaginaba fuerte, poderoso, con magia -algún día habría de ser mayor y entonces estudiaría para ser un torturador de niños-, pero a lo único que se atrevió fue a empezar a correr lento para llegar después del cojito y comerse las risas grotescas él solo, y lo logró. Por eso corre tan lento, por eso llega tan tarde a todos lados.

Respetaba a la mentira porque estaba al tanto de todo tipo de prodigios y desastres provocados por ella, en el nombre de ella, del padre, del hijo y del espíritu santo, precisamente. Llegando a conocer a su más miserable y admirable expresión: la cobardía y la literatura, respectivamente.

Le temía a la contradicción porque no querría nunca incurrir en aquella una vez iniciada su empresa, por el daño que le generaría que el enemigo lo descubriera, el retroceso y el fracaso; pero, mucho más, por la pérdida irreparable que significaría que lo hiciera el amigo.

Por ello, desde muy pequeño, Rocco vivía acostado por las deudas y acosado por las dudas. Preocupado, se quedaba sentado en el wáter por horas, rodeado de azulejos cercanos, leyendo las revistas del suelo, con las patas colgando. Veía contradicciones en todos lados y lo confundían porque aún en el baño, no veía tras ellas el daño.

Al cumplir sus veintiocho años, con el delantal blanco sobre un frágil gancho delgado en el fondo del clóset, queriendo salir, pero forzado a quedarse, sintió que le faltaba agregar los años vividos. Lejos de un joven maduro listo para pasar de etapa, veía en su reflejo a penas cuatro niños de segundo básico, corriendo bajo los paltos pequeños del patio de esa casa a la que no se debían meter; tirándole la cola al borrico pobre y mal alimentado que tenía la mala suerte de ser mudo y paciente; ahuyentando a la rapaz violenta que se comía los restos de los ratones que el perro abandonaba a su arbitrio por el pasto; revolcándose por el barro hasta que les quedara el cabello horrible; así, sin preocupaciones, sin consciencia de que hay tantas cosas más allá de ese patio y de ese grueso portón con sus tres cerrojos negros que para nada impedían la entrada de estos cuatro intrusos, tanto que atender había, tanto que aprender, tanto que querer, tanto, que no podía seguir dándose el lujo de ser, en parte, uno de ellos.

O peor, veía a un par de quinceañeros, uno o dos años menores, que no se hablaban el uno al otro, completamente ensimismados cada uno en lo suyo mientras se tomaban sendas micheladas calientes. El uno absorbido en la música. Se le encontraba sentado escuálido tras un contrabajo alto y prepotente. El otro, en la ciencia exacta y la estadística, buscando afanoso un cómputo puritano que tuviera la capacidad de sorprenderlo. Quizás acostumbrados a la soledad abundante producto de esta época de partos escasos y libertades tergiversadas que defienden el derecho a ser egoísta por sobre el deber a ser solidario.

Incluso veía más allá de ese reflejo a una veintena de guaguas regordetas y babosas, lloronas, quejonas, inocentes, comiéndose, cual ventilador, ese cereal imaginario con una cuchara que no se dobla; entretenidas por una proporcional cantidad de móviles adorables con sonidos somníferos muy efectivos a los que miraba con envidia, pero sin estar excento de remordimiento, pues si bien soñar es gratis, dormir no.

Pero lo que más le extrañó es que mucho antes de volver a verse tal y como era, se vió certeramente como un tercio de anciano de 80 años y algo más, lleno de polvo y algo más bajo, pero con la misma mirada desalentadora de vista entrecerrada que aprendió a simular a causa del cojito Alegría. Lo tranquilizó que, a pesar de los resabios ignorantes que ineludiblemente se le asomaban de los bolsillos y muy a pesar de los caminos desabridos que acusaban el par de zapatillas adidas que aún utilizaba, se le notaba una templanza elaborada, acompañada de una cordura blanda, pero establecida.

En un abrir y cerrar de ojos dejó atrás esas tonterías. Miró de reojo el delantal por cual que tantas amarguras había traído consigo; censuró el copetito espontáneo corriéndose el pelo hacia un lado como solía hacer; se puso los lentes; saludó a los dos nuevos pelos que ese día se sumaban a su barba; y lo inundó un recuerdo loco, de ese tiempo breve y bravo en que quiso confiar y querer y entregar y proyectar, pero que no pudo; ese tiempo que le dio una tautología que entonces no quería entender, que le mostraba la mentira que él no quería ver, que era de las peores, pues para el propio Rocco estaba vestida de verdad. Hasta que la pudo ver y reconoció lo cierto, que es lo que ya sabía: que ya no estaba a su lado, sino a su lejos.

Cerró la puerta del clóset, bajó la escalera y se fue a la estación. Seguro que llegaría tarde.

Continuará...